I'm dying...

...in a fairy tale.

Duendes

En lo más oscuro del umbrío helecho

Una pequeña duende he descubierto.

Flores e hilo de seda la vestían,

Mientras dejaba que pasase el día

En espera de la oscuridad.


Echado sobre el musgo y a su lado

Había un niño, en plumas abrigado,

De tez muy blanca y pelo muy oscuro.

Mientras ella miraba el crepúsculo,

En espera de la oscuridad.


Junto a la dama me senté, callado,

Y sin saber o no si hablarle de algo,

Puesto que nada venía a mi mente.

Más la dama me dijo: ¡que amable eres

De esperar también a la oscuridad!


“¿Te encuentras perdida?” Inquirí a la dama

“¿o es que es este verde helecho tu casa?”

“¿Crees tú que esta noche vendrá alguien más?”

Ella sonrió y empezó a cantar

A su niño duende.


Este dormía, y ella me contaba

Del Mar y Tierra la profunda magia,

Y me habló de encantos potentes y antiguos.

“Úsalos bien y sé osado”, me dijo

“cuando los pronuncies al atardecer”.

“¿Puedo usarlos yo?” La dama sonrió

Mientras al niño del suelo cogió.

“Claro”, me dijo, “porque éste es tu premio

Por quedarte aquí hasta que en el cielo

La Luna ha salido”.


Tomé asiento a su lado, pensativo,

Vigilante, cuando al pronto oí un ruido

De galope a través de los helechos

“¿Me aguardasteis, señora de mis sueños?”

La voz de otro duende susurró.


Un noble duende de hiedra vestido

Armado de espada y con daga al cinto

Paró su caballo entre los helechos

¡Oh! Mi corazón temblaba de miedo

Al ver sus negros ojos.


Llegó la noche; las aves callaban,

La Luna salía tras la montaña.

De repente, me sentí abandonado.

“No receles, que tú mismo has bordado

El tejido de la amistad”.


E Díjome la dama, alzando su diestra.

Lucía su frente hermosa diadema

En que la Luna miraba su luz.

“¿Querrás concederle algún premio tú?”

Preguntó a su señor.


“¿A este vigilante, amigo valiente?”

“Es enemigo, y lo ha sido siempre”

Repuso el duende, y ella dijo: “no”,

“Porque entre los helechos nos guardó”.

Me sonrió el caballero.


“No sabía que alguien nos quería bien”,

Y su voz sonó como un cascabel,

Mientras sacaba de un dedo un anillo.

“Este a la Tierra te mantendrá unido”,

Dijo, “y a la Magia, también”.


La gema era blanca como la Luna,

Y el aire arrastraba una triste música.

La dama y el caballero montaron

Y por el bosque a galope marcharon.

Yo me quedé solo.


Que no existen duendes dice la gente.

Yo he oído sus voces muy claramente,

Y cuando me siento entre los helechos,

Algunos encantos yo mismo he hecho

Que la dama me enseñó.


El anillo siempre llevo en mi mano

Y con su piedra me siento amparado.

Y a veces encuentro a mis dos amigos

En el bosque de helechos escondidos,

En secreto.


De que existe la Magia estoy bien seguro

Y cuando el Sol deja paso a lo Oscuro,

A la Tierra en mi alma latir yo siento,

Y nunca echaré de mis pensamientos.

A la dama duende y a su caballero.

LA TRUCHA BLANCA DE LOUGH FEAAGH


Había una vez, hace ya muchísimo tiempo, una joven y hermosa doncella que vivía en un castillo, a orillas del Lough Feaagh, de la cual se dice que era la prometida del príncipe de Inchagoill, con el cual iba a desposarse el día de la fiesta de Samhain. Pero, repentinamente, el príncipe fue asesinado y arrojado al lago y, desde luego, ya no pudo cumplir con el compromiso de casamiento que hiciera a la bella Aidù, que así se llamaba la bella joven.

A causa de esta decepción, y por ser frágil y tierna de corazón, Aidù enloqueció, y pasaba el día entero llorando a su prometido, hasta que un día, sin que nadie supiera cómo, desapareció, y los aldeanos atribuyeron esa desaparición a que las ninfas de Lough Feaagh se la habían llevado a su reino subacuático, para que se reuniera con su amado.

Sin embargo, poco tiempo después, en un arroyo próximo, cuyas aguas desembocaban en ese lago, la gente comenzó a comentar la presencia de una trucha completamente blanca, como jamás había visto nadie por aquella región. Y así, año tras año, la trucha permaneció en el lago y los arroyos y ríos que desaguaban en él, hasta que ni el más viejo de los moradores pudo recordar cuándo había aparecido por primera vez.

Con el tiempo, la gente comenzó a pensar que aquella trucha debía de ser la doncella, y que las ninfas la habían transformado en pez para que aguardara el regreso del príncipe del reino del más allá, y así reunirse definitivamente con él en las profundidades del lago. Y por ello, nadie le causó jamás daño alguno a la pequeña trucha, hasta que llegaron a Inchagoill tres perversos mercenarios sajones, quienes se rieron de los habitantes del pueblo, y se burlaron de ellos por creer en la existencia de la "gente pequeña", y por pensar que ellos podían haber convertido en pez a una persona. Luego, uno de ellos, envalentonado por la bebida, juró y perjuró que pescaría a la trucha y se la comería en la cena.

Y por cierto que logró apoderarse de la trucha con una red; luego la llevó a su campamento, avivó el fuego, sobre el que puso la sartén y, cuando estuvo caliente, echó en ella al pobre pez, que aún estaba vivo.

Al caer en el aceite hirviendo, la trucha chilló como un cristiano y el maldito, aunque se sorprendió un poco, rió a más no poder. Y cuando calculó que ya estaba cocida de un lado, la dio vuelta para freiría del otro.

Y aquí llegó su primera sorpresa, porque, a pesar de haber estado un buen rato en el aceite, el costado de la trucha no mostraba signo alguno de haber pasado por el fuego. Intrigado, el mercenario pensó: "Seguramente ha pasado tanto tiempo en las frías aguas del lago, que necesita más cocción; de cualquier manera, voy a darla vuelta, y veremos qué pasa", sin imaginarse siquiera que sus verdaderos sobresaltos aún estaban por comenzar.

Cuando creyó que el segundo costado ya estaba frito, volvió a dar vuelta la trucha y hete aquí que tampoco había rastros de quemadura. "Esto ya me está resultando pesado, pero volveré a probar." Y así lo hizo, y no una sino varias veces, pero aquélla parecía no inmutarse por la acción del fuego, así que el villano decidió: "Puede ser que se haya cocido y no lo parezca; veamos". Y, tomando su cuchillo de caza, trató de cortar un pedazo de la trucha para probarlo. Pero tan pronto como la hoja hizo la primera incisión, se oyó un alarido espantoso y el pescado, que no sólo no estaba frito, sino que ni siquiera estaba muerto, saltó de la sartén al suelo, y en su lugar apareció una joven doncella, tan hermosa como el cretino no había visto jamás, vestida de blanco y con una diadema de oro sobre su frente, pero con los ojos fulgurantes por el dolor y la furia de un basilisco en su interior. Sobre su brazo podía verse el corte del cuchillo, y un reguero de sangre corría por su costado.

—¡Mira lo que has hecho, maldito! —lo increpó la dama, mostrándole el brazo—. ¿No podías dejarme tranquila, cómoda y fresca, en mi lago y en mis ríos, y no molestarme mientras espero a mi prometido?

El mercenario se estremeció como un perro mojado, balbuceando torpemente que no lo matara, e imploró abyectamente el perdón de la dama, diciéndole que no tenía ni la menor idea de que ella estaba cumpliendo una misión, porque en ese caso, ningún buen soldado como él hubiera interferido con ella.

—¡Pues esa misión es tremendamente importante para mí! —afirmó ella—, y si mi prometido llega mientras estoy ausente, y no puedo recuperarlo, te convertiré en un alevino de sapo, y me pasaré la eternidad persiguiéndote para comerte, mientras crezca la hierba o el agua corra por los arroyos.

El villano temblaba como una hoja, aterrado por verse convertido en un sapo, y suplicó piedad, pero la doncella le dijo:

—Renuncia a tus malas costumbres, maldito, o te arrepentirás cuando yo me encargue de ti; compórtate con corrección en el futuro y asiste con regularidad a los servicios religiosos. Y ahora, ¡devuélveme al río, donde me atrapaste, o te convertiré en sapo en este mismo instante!

—Pero, milady —clamó el mercenario, aterrado—, .cómo podría arrojar al río a una dama tan hermosa como tú? ¡Morirías ahogada! —Pero antes de que pudiera agregar una sola palabra, la joven se desvaneció y en el suelo apareció nuevamente la trucha blanca.

Aún aterrado por lo que había visto, el soldado tomó a la pequeña trucha y la llevó rápidamente al río, temiendo que si el prometido de la doncella llegaba en ausencia de ésta, su propia vida se vería en peligro. Pero, tan pronto como el pez tocó la superficie, las aguas se tiñeron de un rojo de sangre, hasta que la corriente lo fue diluyendo lentamente. Hasta hoy, en el costado de la trucha blanca (especie muy frecuente en los ríos de Irlanda —señal de un feliz encuentro entre Aidù y su prometido—), puede verse una mancha roja, que marca el sitio donde el mercenario intentara cortarla.

Lo cierto es que, a partir de ese día, el malvado mercenario cambió por completo sus costumbre; comenzó a asistir puntualmente a los servicios religiosos y ayunó los días de Cuaresma y para Pentecostés; pero jamás comió pescado durante esos días ni ningún otro día de su vida, porque el pescado nunca permanecía mucho tiempo en su estómago (si es que entienden lo que quiero decir).

Sea como fuere, el villano se convirtió en otro hombre, y no faltó quien dijera que, ya pasado algún tiempo, abandonó el ejército y se hizo misionero, y solía recorrer Irlanda atendiendo a los enfermos y rezando eternamente por el alma de la trucha blanca.

EL GAITERO Y EL LEPRECHAUN



Hace ya tanto tiempo que la memoria se niega a reconocerlo, vivía en el pueblo de Dunmore, en el condado de Galway, Irlanda, un hombre bastante falto de luces que, a pesar de su absorbente afición a la música y de ser un gaitero medianamente bueno, en su vida había sido capaz de aprender otra tonada musical que no fuera "An róg-haira dubh". Sin embargo, con ella solía hacerse de algunas monedas de los parroquianos de las tabernas, que se divertían con sus patéticos pasos de baile y las intencionadas palabras de la canción.

Una noche en que el gaitero regresaba a su morada, después de haber interpretado media docena de veces su única canción en su taberna preferida, llamada "An derugrânoniâ" (Las bellotas), la consabida carga de buen whisky irlandés en sus entrañas hizo que, al cruzar por el cementerio, quizás un poco inseguro por el entorno, presionara el fuelle de la gaita y comenzara a tocar por séptima vez la única canción que conocía.

Pero sus temores demostraron no ser infundados; apenas había recorrido la mitad del trayecto, cuando un leprechaun, surgido de entre las raíces de un enorme roble, cayó sobre él y lo derribó, de tal modo que Swenû —que tal era el apodo del gaitero— quedó debajo del duende, que lo sujetaba fuertemente el cuello, apretando la gaita, que emitía un sonido quejumbroso.

—¡Malhadado seas, duende asqueroso; déjame ir a mi casa! Tengo cuatro monedas de diez peniques para entregarle a mi pobre madre, que las necesita para comprar tabaco en polvo.

—Si haces lo que yo te digo, no necesitarás preocuparte por tu madre —le dijo el leprechaun—. Ahora vamos a irnos de aquí, y si no te mantienes bien aferrado, te caerás y te romperás todos los huesos de tu cuerpo, y también se romperá la gaita, y eso será lo peor. Mientras volamos, toca el "Oinowirî" para mí.

—¡Es que no la sé!

—¡No me importa si la sabes o no! —gritó el leprechaun—; tú toca, y no te preocupes de lo demás!

El gaitero, atemorizado, llenó de aire la bolsa y comenzó a tocar, aunque sin saber muy bien qué hacer con sus dedos; sin embargo, mientras transcurrían los minutos, la música brotaba con tanta fluidez que él mismo se encontraba embelesado.

—¡Pues sí que habías resultado un buen maestro de música —dijo entonces al leprechaun—; pero dime, ¿a dónde nos dirigimos?

—Esta noche hay una importante fiesta en el castillo de la Reina Lean Banshee, en la cima de Chroagh Patrick —le informó el leprechaun—, y quiero que toques en ella; te doy mi palabra que volverás a casa bien recompensado por tus molestias.

—¡Caramba! Si va a resultar que, al final, me vas a ahorrar un viaje —dijo el gaitero—, porque resulta que el padre Arragh me puso como penitencia una ida a Chroagh Patrick por haberle robado su ganso blanco preferido el día de Beltayne.

Ya en buena connivencia, ambos viajaron juntos, con la rapidez de un relámpago, a través de montes, marismas y llanuras, hasta llegar a la cima de Chroagh Patrick; una vez frente al castillo de la Reina Banshee, el leprechaun golpeó tres veces con sus nudillos, y el gran portón se abrió, franqueándoles el paso hacia una gran habitación. Allí, Swenû vio una enorme mesa de roble, con cientos de ancianas sentadas alrededor; una de ellas, con un porte real que la distinguía de las demás, se levantó de su sitial y dijo:

—Que tengas mil bienvenidas, leprechaun na Samhain. ¿Quién es el invitado que has traído contigo?

—Pues, ni más ni menos que el mejor gaitero de Erín —contestó el duende.

Al escuchar esto, una de las ancianas dio un golpe en la mesa, con lo cual se abrió una puerta en una de las paredes y de ella surgió, ante el estupor del gaitero, ¡el mismo ganso blanco que él había robado al padre Arragh para la fiesta de Beltayne!

—¡Por mi alma! —exclamó Swenû— . Pero si mi madre y yo mismo nos comimos hasta el último hueso de esa ave; sólo dejamos un muslo, que mi madre le dio a Moyrua (la pelirroja Mary), y que fue el causante de que el padre Arragh se enterara de que yo había robado su ganso.

El ganso, demostrando estar más vivo de lo que el gaitero pensaba, retiró los platos y limpió la mesa, y entonces el leprechaun dijo:

—Toca algo de música para estas agradables damas.

La velada transcurrió sin otros incidentes, con Swenû tocando y cantando canciones que jamás había aprendido en su vida, y las ancianas damas bailando hasta que ya no pudieron dar una paso. Entonces el leprechaun dijo que había que pagar al gaitero, y todas y cada una de las banshees depositaron una moneda de oro en su bolsa.

—¡Por los dientes de San Patricio! —exclamó Swenû —. ¡Soy más rico que el hijo de un rey!

—Ven conmigo —le dijo el leprechaun—, y yo te regresaré a tu casa.

Pero en ese instante, cuando el gaitero estaba a punto de subir a las espaldas del leprechaun, el ganso que había atendido el servicio de la mesa (el mismo que él pensaba haberse comido en la fiesta de Beltayne) se acercó a él y le entregó una gaita nueva. Luego, él y el leprechaun se marcharon y, al llegar a Dunmore, el duende dejó al gaitero sobre el pequeño puente y le dijo que regresara a su casa, agregando:

—Ahora, además de algunas monedas de oro, tienes dos cosas más: ciall agus eól (conocimientos de música) y muchas canciones nuevas; aprovéchalas.

Contento como unas pascuas, Swenû corrió hasta su casa, abrió la puerta y llamó a su madre a gritos:

—¡Déjame entrar; tengo una fortuna en mi bolso y soy el mejor gaitero de Erín!

—Como de costumbre, estás borracho —contestó la madre.

—Pues verás que no —alegó Swenû—. Da la casualidad de que, en esta ocasión, ni una gota ha pasado por mi garguero.

La mujer abrió la puerta del dormitorio y él le dio las monedas de oro. A continuación le dijo, exultante:

—Ahora espera a escuchar la música que voy a interpretar para ti.

Acunó la nueva gaita bajo su brazo y comenzó a soplar, pero, en lugar de música, se escuchó una terrible barabúnda, como si todos los gansos y patos de Irlanda estuvieran gritando al mismo tiempo. El horrible sonido despertó a los vecinos, que comenzaron a reclamarle silencio y luego a burlarse de él, cuando descubrieron que el alboroto procedía de su propia gaita.

Desesperado, cambió la nueva gaita por la vieja, y de ella surgió una melodía maravillosa que calmó como por arte de magia el enojo de sus vecinos, y cuando se hubieron sosegado, les contó con detalles todo lo sucedido aquella noche.

Al día siguiente, Swenû fue a ver al padre Arragh y le contó su historia con el leprechaun, pero el cura se negó terminantemente a aceptar una sola palabra de su relato, hasta que comenzó a tocar la gaita y los chillidos de gansos y patos amenazaron con dejarlos sordos a ambos.

—¡Vete de mi vista, ladrón de gansos! ¡No te conformas con comerte mi ave, sino que también quieres burlarte de mí!

Pero el gaitero no le hizo el menor caso, y tomó su gaita vieja, para demostrar al párroco que su relato era verídico; y en cuanto comenzó a tocar su antiguo instrumento, sonó una música maravillosa y, desde aquél día hasta que su brazo ya no tuvo fuerzas para presionar el odre de la gaita, nunca hubo en ningún condado de Erín un músico tan solicitado como Swenû, El Gaitero.

LAS HADAS DE KNOCKGRAFTON



Hace ya muchísimos años, tantos que no podría contarlos, en la fértil tierra de Lough Neagh existió un hombre muy, pero muy pobre, que vivía en una humilde choza, a la orilla del río Bann, cuyas aguas turbulentas bajan de las sombrías laderas de los montes Anthrim.

Lushmore, a quien habían apodado así los lugareños, a causa de que siempre llevaba en su alto sombrero de rafia una pequeña rama de muérdago, como la que los leprechauns ponen en las hebillas de los suyos, tenía sobre su espalda una gran joroba, que prácticamente lo doblaba en dos, como si una mano gigante hubiera arrollado su cuerpo hacia arriba y se lo hubiera colocado sobre los hombros. Tal era el peso de ese enorme apósito de carne, que cuando el pobre Lushmore estaba sentado —y lo estaba casi todo el tiempo, pues sus flacas piernas apenas podían sostener su cuerpo—, quedaba doblado por la cintura, con su pecho apoyado sobre sus muslos, única manera de sostener el peso de su giba.

Si bien la gente de los alrededores lo trataba con deferencia, pues su trabajo de maestro mimbrero era muy cotizado en la zona, corrían ciertas historias sobre él, quizás provocadas por la envidia de sus magníficas labores, y los lugareños tenían cierta disposición a evitarlo cuando se cruzaban en algún lugar solitario ya que, aunque la pobre criatura era tan inofensiva como un bebé de pecho, su deformidad era tan grande que asustaba a sus vecinos, que apenas podían considerarlo un ser humano. De él se decía, por ejemplo, que tenía un gran dominio de la magia, y que podía mezclar pócimas y brebajes, y preparar encantamientos para enloquecer a un hombre, aunque lo cierto es que nunca nadie lo había comprobado personalmente.

Lo cierto es que Lushmore poseía unas manos realmente mágicas para trenzar todo tipo de juncos y mimbres, para tejer cestas y sombreros, y cuando no se encontraba sentado en su insólita posición, solía recorrer los alrededores, recogiendo los materiales que luego transformaba en verdaderas obras de arte, o marchando en su pequeña carreta hacia las ciudades vecinas, para vender el fruto de su trabajo.

Y así fue que en una ocasión, cuando regresaba de la ribera del río Main, donde solía recoger la mayoría de su materia prima, y se dirigía a la ciudad de Killead con una carga de canastos, como el pequeño Lushmore caminaba muy despacio por culpa de su enorme joroba, se había hecho ya completamente de noche cuando llegó al viejo túmulo de Knockgrafton, un lugar que la mayoría de los aldeanos evitaban por las noches.

Lushmore se sentía agotado por la caminata, y al pensar que aún le quedaban varias horas por delante, decidió sentarse bajo el túmulo para descansar un rato y, para entretenerse, se puso a contemplar el rostro de la luna, que lo observaba solemnemente entre las ramas de un añoso roble.
Repentinamente, llegaron a sus oídos los extraños acordes de una misteriosa canción, y el jorobado comprendió inmediatamente que jamás había escuchado una melodía tan fascinante como aquélla. Sonaba como un coro de infinitas voces, donde cada uno de sus integrantes cantara en un tono diferente, pero sus voces se armonizaban unas con otras de tal forma que parecía que salieran de una sola garganta. Escuchando con atención, Lushmore pronto pudo distinguir la letra de la canción que constaba de sólo cuatro palabras que se repetían tres veces: "Da Luan, Da Mort; Da Luan, Da Mort; Da Luan, Da Mort"; luego se producía una pausa y la tonadilla comenzaba de nuevo.

Lushmore escuchaba con el alma puesta en sus oídos y apenas respiraba por el temor a perder un sólo compás. Pronto comprendió que la canción provenía desde dentro del túmulo y, aunque al principio la música lo había ensimismado, con el paso del tiempo la letanía comenzó a aburrirlo, así que, aprovechando el intervalo que se producía después de las tres repeticiones de Da Luan, Da Mort, introdujo, con la misma melodía, las palabras "augus Da Dardeen"; luego siguió entonando Da Luan, Da Mort junto con las voces misteriosas y, cuando se produjo nuevamente la pausa, volvió a introducir su propio augus Da Dardeen.





Las hadas de Knockgrafton —porque no eran de otros las voces que entonaban aquella melodía— se maravillaron tanto al escuchar aquel agregado a su canción, que inmediatamente decidieron salir a buscar al genio cuyo talento musical hacía palidecer al de ellas; y así el pequeño Lushmore fue llevado hacia el interior del túmulo, a la velocidad de un tornado.
Una maravillosa vista acompañó su caída, mientras que la más excelsa de las músicas acariciaba sus oídos con cada uno de sus movimientos. Al llegar a su destino, la reina de las hadas y su séquito le depararon el más glorioso de los recibimientos, dándole una calurosa bienvenida, que llenó de gozo su corazón, y poniéndolo a la cabeza del coro; luego fue atendido a cuerpo de rey por una multitud de sirvientes y, en general, lo trataron como si fuera el hombre más importante del mundo.

Algo más tarde, mientras descansaba de su copioso banquete, Lushmore notó que las hadas se trababan en una ardorosa deliberación y, a pesar de la forma en que lo habían tratado, comenzó a sentir cierto temor hasta que la reina se acercó a él y le dijo:


¡Lushmore, Lushmore,
desecha todo temor,
esa giba que te aqueja
ya no te dará más dolor!
¡Mira al suelo y la verás
caerse con gran fragor!


Tan pronto como el hada pronunció estas palabras, el jorobado se sintió repentinamente tan leve y grácil que pensó que podría volar como los pájaros, o saltar a la luna de un solo brinco. Con inmenso placer escuchó un gran golpe y, cuando miró hacia abajo, vio la joroba caída a sus pies, como una masa de carne informe. Entonces intentó hacer lo que nunca había hecho en su vida: levantó la cabeza con precaución, temeroso de golpearse contra el techo de la habitación en que se encontraba —tan alto le parecía ser ahora y miró a su alrededor, admirando el panorama que se extendía, desde una altura desde la cual nunca había contemplado escenario alguno. Abrumado por las nuevas sensaciones que experimentaba, sintió que la cabeza le daba vueltas y más vueltas, y una nube pareció descender sobre sus ojos, hasta que cayó en un sueño profundo y, cuando despertó, se encontró tendido sobre la hierba, cerca del túmulo de Knockgrafton, al interior del cual las hadas lo habían llevado volando la noche anterior.

Al abrir los ojos, pudo ver que ya era de día, el sol brillaba cálidamente en el cielo y los pájaros cantaban en las ramas del roble que se extendían sobre su cabeza.

Su primera acción, luego de decir sus oraciones, fue llevar la mano a su espalda, para tantear su joroba y, al no encontrarla, se sintió transportado por la alegría, porque se había convertido en un hombre gallardo y elegante; más aún, al contemplarse en las aguas del Lough Neagh se vio vestido con ropas nuevas, que hasta eso habían hecho las hadas por él.

Recogió su mercadería, que estaba prolijamente acomodada sobre una de las piedras del túmulo, y reinició su interrumpido camino hacia Killead, ágil como una gacela y con un paso tan airoso como si toda su vida hubiera sido maestro de danzas. Al llegar a la ciudad, ninguno de los vecinos pareció reconocerlo sin su joroba, y le resultó difícil demostrarles que era el mismo Lushmore, el maestro mimbrera, que venía a entregarles sus pedidos.

No hace falta adelantar que no pasó demasiado tiempo antes de que la noticia de la desaparición de la giba de Lushmore corriera como reguero de pólvora por Killead y todos los pueblos cercanos, y que de todos ellos se acercaron a su choza multitudes de curiosos, a contemplar el milagro. Y así fue que una mañana, estando el mimbrero sentado frente a la puerta de su cabaña, trabajando con sus mimbres, una anciana se acercó a él y le pidió si podía indicarle el camino hacia Capagh, porque debía entrevistarse con un tal Lushmore, que allí vivía.

—No necesito indicarle nada, mi buena señora —respondió el aludido— porque usted ya está en Capagh y, para mayor precisión, le diré que se encuentra usted en presencia de la persona que está buscando.

—Me he llegado hasta aquí —agregó entonces la mujer— desde Mallow Fermoy, en el condado de Waterford, a muchos días de camino, porque oí decir que a ti las hadas te han quitado la joroba. Es que el hijo de una hija mía tiene una giba que va a causarle la muerte y quizás, si pudiera utilizar el mismo encantamiento que tú, se podría salvar. Así que te suplico que me enseñes el hechizo para tratar de curarlo.

Estas palabras conmovieron profundamente a Lushmore, que siempre había sido un hombre sensible, y le contó a la anciana todos los detalles de su aventura; cómo había agregado sus compases a la canción de las hadas de Knockgrafton y había sido transportado por ellas al interior del túmulo, cómo le había sido quitada mágicamente la joroba y cómo le habían regalado incluso un traje nuevo.

La mujer le agradeció sinceramente su relato y partió inmediatamente, con gran alivio en su corazón y ansiosa por poner en práctica las enseñanzas del maestro mimbrero. Una vez que hubo regresado a la casa de su nieto, cuyo nombre era Jack Madden, narró todo lo que había escuchado y, sin pérdida de tiempo, pusieron al pequeño jorobado sobre una carreta y emprendieron el camino hacia Knockgrafton. Era un largo viaje, pero a la anciana y su hija no les importaba, mientras que el muchacho fuera liberado de su deformidad.

Algunos días después, llegaron al túmulo, justo a la caída de la noche, dejaron al joven cerca de la entrada y se retiraron a una prudente distancia; lo que ni la madre ni la abuela tuvieron en cuenta fue que el jorobado, resentido por su deformidad, era un sujeto taimado y maligno, que gustaba de torturar a los animales y arrancarles las alas a los pájaros vivos y que, además, no tenía ni el más mínimo talento musical; pero eso es bastante comprensible, si consideramos que se trataba de su hijo y de su nieto, respectivamente.

No había pasado mucho tiempo desde que dejaran al joven jorobado cerca del túmulo, cuando éste comenzó a oír una suave melodía proveniente del túmulo que sonaba quizás más dulce que la que había escuchado Lushmore, ya que las hadas habían incorporado su agregado: "Da Luan, Da Morí; Da Luan, Da Morí; Da Luan, Da Morí, augus Da Dardeen" , aunque esta vez no había pausa alguna, ya que las palabras del trenzado llenaban el espacio vacío.

Jack Madden, para quien su único propósito era liberarse de su giba, no prestó la menor atención a la canción de las hadas, ni buscó el momento ni el tono musical adecuado para introducir su propia variante, sino que lo hizo una octava más alta de lo que los intérpretes lo hacían. Así que, tan pronto como comenzaron a cantar, irrumpió, sin importarle el ritmo ni el tiempo, con su frase "augus da Dardeen, augus da Hena", pensando que, si con un solo día de la semana, Lushmore había obtenido un traje, él probablemente obtendría dos.

Desafortunadamente, tan pronto como las palabras hubieron brotado de sus labios, fue elevado por los aires y precipitado al interior de la fosa, como su antecesor pero, a diferencia de aquél, las hadas comenzaron a congregarse a su alrededor, chillando, gritando y gruñendo:

—¿Quién es el que osa arruinar nuestra canción?

Hasta que una de ellas se acercó al joven, separándose del resto, y dijo:

—¡Jack Madden! Tu interrupción ha arruinado la canción que entonábamos con toda nuestra dedicación. Has profanado nuestro santuario, burlándote de nosotras, y mereces ser castigado severamente. ¡Por ello, desde ahora, llevarás dos jorobas en vez de una!

Alrededor de veinte de ellas —tan gráciles y pequeñas eran— trajeron la giba de Lushmore y la colocaron entre los hombros de Jack, encima de la suya propia, donde quedó tan fija como si hubiera sido clavada con clavos de seis pulgadas por un maestro carpintero. Luego echaron al desdichado del túmulo y cuando, por la mañana, su madre y su abuela lo vinieron a buscar, encontraron al joven medio muerto, tendido junto a la puerta del hillfort. ¡Imaginen su espanto y su desesperación! Pero a pesar de su dolor, no se atrevieron a decir nada, por temor a que las hadas les pusieran otra joroba a cada una.

Y así regresaron con Jack Madden a su casa, con sus corazones y sus almas tan abatidos como nunca antes. Pero podían haberse ahorrado el esfuerzo; a causa del peso de la nueva joroba, sumado al anterior, y el trajín del largo y penoso viaje, Jack murió poco antes de llegar a su hogar. Sin embargo, al morir, sus dos jorobas desaparecieron misteriosamente. En las noches, junto al fuego, las ancianas cuentan a sus nietos que aquella terrible maldición fue llevada por las hadas de vuelta a Knockgrafton, ¡esperando a cualquiera que vaya a escuchar o intente interferir de nuevo el canto de las hadas de Knockgrafton!


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